Durante unos años viví en la naturaleza, suelo comentar. Pero me equivoco, quiero decir, durante unos años viví con la naturaleza, aunque tampoco fue así. Lo más correcto sería decir: durante unos años viví naturaleza, así sin preposiciones. Porque lo que quiero referir es que durante un tiempo fui la naturaleza.
Los animales se dividen en cazadores y presas y los podemos distinguir por la ubicación de sus ojos, los que lo llevan al costado son las presas y de este modo pueden ver lateralmente si vienen a comerlos. Y los que lo llevan delante, pueden ir directo hacia su víctima. Como humana soy, –somos– cazadores, pero allí en el monte fui presa.
Ahora, a la distancia (física, real, nos separan alrededor de 15 mil kilómetros. Y temporal, 5 años? -esto ya no me es posible medir -) repaso las fotos de ese tiempo y en diálogo con mi presente y con quien soy ahora puedo descubrir el sentido de ese tiempo.
Mi cuerpo fue monte y tierra, también cielo infinito y eso significa que fui miedo, luz, amanecer, noche y tormenta y como sucede a toda experiencia vital, viví condensadamente todas las emociones primarias. Por un tiempo me desprendí de la rueda de la producción, de lo vincular y el deber ser. Fue un vacío profundo y turbulento que me permitió alivianar el peso de todo mi bagaje emocional.
Sin darme cuenta me fui adentrando en una soledad cósmica llena de pavor y hermosura.
Hubo una frase que se gestó en aquel entonces: todo paraíso tiene su infierno. Por la noche llegaba un miedo de otros tiempos, ancestral y primitivo. Un estado de alerta particular que me hacía más sensible. Nada de esto sucede desde o en la razón; sucede en el cuerpo, en el estómago y el método para calmarlo o enfrentarlo a veces ha sido tomar fotos. Con machete en mano me iba hacia afuera, quizá no muy lejos pero lejos y cerca son ideas también que se modifican de acuerdo al escenario que se habite. Y la verdad que allí, en el monte, el cerca siempre es lejos. Me adentraba entre los árboles y arbustos entrelazados –precisamente a eso le llamamos monte–, y cuando lograba bajar mi ritmo cardíaco y acostumbrar mis pupilas, sucedía que veía más, olía más, escuchaba más y podía recorrerlo, sumergirme en su matriz. Citando a María Zambrano: “todo centro vital vivifica”. Del útero/corazón del monte salía con un pedacito de vida nueva dentro de mí.
Aprendí a ser parte de algo más grande. Pude sentir la magnitud del Todo. Cosas que la ciudad arrebata inmediatamente, a cambio te ofrece acumulación y, por ende, confusión. En la ciudad la tierra está tapiada, escondida y en cada rincón se nos ofrece alguna cosa, aunque no la necesitemos. He pensado mucho en la necesidad de permitirse el vacío, y en cómo lograrlo, ya que es sólo allí donde lo nuevo puede nacer.
Y luego, aparece la espesura, convocante e impenetrable al mismo tiempo, cautivante. Si caminar es el modo de entrar en diálogo con el territorio, fotografiar es entrar en diálogo con los cuerpos que allí habitan y aparecen.
Mi percepción cambió, mis valores se modificaron y lo que estuve buscando todos estos años: la esencia de mi identidad se manifestó en ese tiempo. Estas imágenes oscilan entre el homenaje a la fotografía y el símbolo de un recorrido, una instancia solitaria y profunda que me trajo hasta aquí, liviana y feliz sabiendo que existir es el regalo y que todo lo demás es solo una ficción. Porque al ver algo, nos sucede algo, pero solo puede perdurar aquello que se comparte.
En el monte ofrecí una parte de mi ser terrestre. Nacieron árboles dentro de mí. Hundí los pies y la memoria en la tierra húmeda. Mis brazos levantaron piedras de otros tiempos y también fueron alas.
Fotografiar fue mi anclaje, mi modo de no sucumbir ante la tentación de abandonarlo todo. Acto y deseo solidarios entre sí. Puede que tomar fotografías sea también anclaje para varias de ustedes. No lo sé, pero sí sé que es la visión y no la mera imagen fotográfica lo que quisiera compartirles. El maravilloso acto de mirar y el deseo que eso mismo provoca.
Es por eso que esta exposición no va únicamente de mi experiencia en este monte, sino de mi relación actual con la imagen. La fascinación por hacer fotografías ya no hace solo referencia a la memoria o al documento, sino que se presenta como un diálogo con lo que nos rodea. La fotografía es máscara y metáfora.
En todas las imágenes la presencia humana es solo la mía, el resto es Eros y Tánatos de un mundo que se despliega alrededor. Mi presencia no propone autorretratos –aunque técnicamente lo sean– sino que trata de evocar esa unidad con lo inmenso.
Lo inmenso se presenta siempre como lo desconocido.
Estar dispuesta a trasladar nuestro cuerpo es el primer paso como migrante. Luego, es tarea propia la descubrirse en ese nuevo lugar.
Vacío y espesura se puede visitar hasta el 28 de octubre en The Stendhal Room - C/Madera 17, Madrid.
Precioso