Desde hace más de 20 años coordino clínicas de obra: espacios de acompañamiento y pensamiento crítico dirigidos a artistas, fotógrafas y creadores que desean profundizar en sus procesos. Concibo las clínicas como un territorio de diálogo cercano y atento, donde las obras —aún en estado germinal— puedan desplegar sus preguntas, encontrar resonancias, tomar distancia y afinar su lenguaje.
La palabra clínica proviene del griego klinē, que alude a la cama del enfermo, al acto de inclinarse y estar cerca; desde su origen, nombra una práctica de cuidado. En ese mismo gesto se enlaza con la raíz latina curare, de donde proviene la figura del curador/a: cuidar, atender, ocuparse con dedicación.
Desde que vivo en España, fui aprendiendo a explicar qué es lo que hago. Al principio, evalué si no era mejor cambiar el nombre por uno que resultara más familiar aquí. Pero ¿por qué habría de hacerlo? ¿No es acaso mucho más rico traer, mezclar, dar lugar a nuevos afectos? Llevo conmigo una relación con el territorio que no es solo física, sino también simbólica y sensible, y que, a partir de la distancia, fue tomando más fuerza y sentido. Marta Zátonyi me dijo una vez: para conocer la casa hay que salir de la casa.
La clínica es muy común en América Latina. Nos gusta situarnos por fuera de la academia pero sin abandonarla y nos apoyamos las unas y las otras creando espacios independientes. A veces siento que no somos conscientes de la fuerza que tienen los grupos que construimos y sostenemos en el tiempo: pura confianza1
Porque el pensamiento se construye en diálogo con los otros —eso lo aprendimos de Platón, ¿no?— y en diálogo con la naturaleza — una enseñanza de nuestros ancestros que comienza a resurgir—. Y así, cada grupo va generando su propia epistemología, su identidad, con sus referentes y guías. Y eso es hermoso. Luego nos cruzamos, nos encontramos, compartimos. Nos nutrimos entre contemporáneas.
A raíz de una clínica que coordino en torno a un fotolibro, volví a conectar con La Luminosa. Las conocí en 2004 y, desde aquel tiempo, llevan trabajando y activando diferentes propuestas alrededor del fotolibro —¡antes del boom!—. Lo que hacen es excelente y me emocionó recorrer la web y pasear por su historia en fotos. Recomiendo sus publicaciones; en especial me ha capturado La niña pez de Verónica Borsani. Con forma de diario infanto-adolescente, el libro nos arrastra —casi sin darnos cuenta— hacia una zona oscura e inquietante que se va revelando con más fuerza a medida que avanzamos página tras página. Un trabajo genial de edición y diseño. Es un fotolibro para tener en las manos, pero mientras tanto, en la web se puede espiar la maqueta.
Seducida por el viento andino, comencé a leer Chamanes eléctricos en la fiesta del sol, de Mónica Ojeda. Conozco esas montañas —bueno, una parte de ellas—, las vi por dentro y desde arriba. Dormí algunas noches bajo sus cielos. A veces parecen un mar invertido; otras, una garganta en pleno grito.
Y ahora estoy devorando el libro. Un libro sonoro, alucinado y vibrante.
En una charla que Mónica ofreció hace unos días, dijo: “Llevamos mucho tiempo pensando en el deseo humano, ¿y qué hay del deseo del volcán, del río o del árbol?”.
Creo en el propio proceso como forma de conocimiento, y pienso las clínicas como un lugar donde se cuida lo que está en tránsito. Donde eso que aún no tiene nombre pueda, poco a poco, empezar a decirse.
He empezado a usar confianza donde antes solía decir resistencia.
Esta última palabra se ha usado tanto, en tantos contextos, que ha comenzado a perder fuerza. Se ha banalizado. En cambio, la confianza —profundamente humana y necesaria en tiempos inciertos— es, en el fondo, lo que sostiene toda forma de resistencia.
que bueno leerte Lu...el tiempo, la demora, la clínica, el acompañamiento, la confianza, el dormir en los Andes...estaba olvidando q dormí varias noches en el Aconcagua esos cielos, esa enormidad, todo, el libro de Ojeda q todavía no tengo...extraño el monte en estos días, el pequeño lugar que me cobija. Abrazooooo